

Se llenan hoy de nuevo las páginas de algunas revistas y ciertas cadenas de radio y de televisión con entrevistas a los asesinos que ayer, arrogantes de dinero y de poder, pretendieron sojuzgar a la sociedad toda a sus designios. Y regresan hoy a las primeras planas con la secreta de esperanza de reescribir su historia amparados en la amnesia colectiva y en el deseo que nos mueve a todos de superar esta violencia sin fin.
Para ese fin buscan ocultar su origen, que fueron una confederación de narcotraficantes de Cali y Medellín, agrupados bajo el mote que ellos mismos se dieron, de los extraditables. Tenían a su servicio un equipo de ex magistrados, ex ministros y congresistas, y un solo propósito: imponerle a Colombia su forma de obrar y de pensar, al servicio de su proyecto personal. El lucro.
Y para ello se aliaron primero con la derecha para exterminar todo voto disidente, y cuando descubrieron el poder de la periferia, se aliaron con la izquierda para exterminar a la derecha que antes los amparara. Y en semejante desangre los narcotraficantes acabaron con toda una generación de colombianos que luchaban por un mejor país.
Así fueron acribillados magistrados, jueces, abogados, políticos, líderes sindicales; toda voz que saliera de la fila era silenciada, porque el derecho a la alteridad era un pecado. Y en ese concierto la voz y la pluma del periodista Guillermo Cano Isaza crujía y disonaba cuando se elevaba para advertir a la sociedad de los peligros que la acechaban. Era su sino.
En esta serie que busca revivir el legado del inmolado periodista en testimonios de primera mano, de los verdaderos y auténticos protagonistas de su vida, la voz la tiene el periodista y autor Ignacio Gómez., quien fuera miembro original del equipo de investigación periodística del diario que exhibiera en Colombia los dos grandes fenómenos del siglo 20 local, la corrupción del poder financiero y el poder creciente del narcotráfico, semilla del paramilitarismo que vendría a continuación.
Es el valor del trabajo de Guillermo Cano y, claro, de lo que representa Ignacio Gómez G., en la radiografía de ese contexto.
Su ejemplo es ahora una valiosa oportunidad de reflexión en momentos en que el periodismo enfrenta el reto de la credibilidad, la desinformación por exceso de cinismo/populismo y la gratuidad de la mentira: lo que ha derivado en una nueva palabra, infoxicación. De su trabajo se pueden sacar lecciones concretas, como se podrá apreciar en esta deliciosa crónica sobre Guillermo Cano En Primera Persona:

Ilustración de Vladdo, Esta vez tampoco. Homenaje a la estatua de Guillermo Cano Isaza que el narcotraficante Pablo Escobar voló en Medellín.




Portadas de algunos de los libros escritos por el periodista y autor Ignacio Gómez G.
ENCUENTROS CON EL MAESTRO
Por Ignacio Gómez G.,*
Especial para El Diario Alternativo

A Guillermo Cano Isaza lo conocí cuando aprendí a leer. Mi papá queriendo saber si así era, me pedía leerle en voz alta primero el título, luego el primer párrafo y sólo se dio por satisfecho después de que leyera completas varias Libretas de Apuntes. Aunque en la caída del dictador Gustavo Rojas mi papá estaba preso, como activista de las juventudes conservadoras, él recordaba el heroísmo de El Espectador, desde entonces en manos de Don Guillermo, defendiendo la libertad de prensa y de pensamiento. Ya consciente de lo que leía, como adolescente lo vi al frente de la denuncia de la corrupción de los gobiernos liberales de Alfonso López y Julio César Turbay. Era un liberal admirable en toda América Latina, al tiempo que descubría al jefe del Cartel de Medellín ocupando una curul de la Cámara de Representantes, abría espacio en el periódico para las primeras tesis de la legalización de la mariguana, en plena era jipi. Y, en respuesta, a las maniobras contra el periódico del banco controlante del 60 por ciento de la economía nacional, abría los espacios de publicidad del periódico a los empresarios más humildes, carniceros, restaurantes, etc.
En mi vida de estudiante y durante mis dos primeros empleos, en El Siglo y una enciclopedia, viví en un ambiente intelectual de admiración por Guillermo Cano. Él mismo era un personaje de enciclopedia, no sólo por lo que representaba para la democracia de Colombia, sino como “descubridor” de Pablo Escobar y Gabriel García Márquez y también protagonista en la historia de Independiente Santa Fe, la Plaza de Toros, etc.
En medio de la omnipresente discriminación social de Bogotá, el segundo sábado de agosto de 1986, tuve el honor de conocerlo personalmente. A mis 24 años, había entrado a trabajar el lunes anterior, como investigador y reportero del equipo de Informes Especiales de Fabio Castillo y cumplía mi primer turno de sábado, a la espera de emergencias o novedades mayores que ameritaran cambiar la edición dominical que se terminaba de preparar el viernes. Aunque sólo llevaba cinco días en el periódico y nadie había quedado de enviarme ninguna correspondencia, fui a revisar mi buzón del periódico y allí me lo encontré. Nos cruzamos en el corredor de los buzones. Yo bajé la mirada, con timidez, pero él movió la suya de sus paquetes de correspondencia para dirigirla a mi y me dijo: Hola Ignacio. “Bienvenido al periódico, yo soy Guillermo Cano y aquí estaré para lo que usted necesite” o algo parecido.
Para cualquier joven de mediados de los años 80 sería un sueño y un honor trabajar con Guillermo Cano. Lo que más le reconocía el gremio en ese momento fue el titular de la primera noche del Palacio de Justicia, luego del ataque del M-19 y de la violenta retoma militar que terminó en incendio, pero aún sin definición de la suerte de más de cien magistrados, empleados y usuarios. “A Sangre y Fuego” tenía el mínimo posible de palabras para darle “cuerpo” al titular a seis columnas, pero, sobre todo, abría el juicio de responsabilidades en ambas direcciones.
Él solía recorrer la redacción en las horas del cierre de edición. Estaba verificando cómo funcionaba el System One, el primer sistema de computadores en línea que se estaba instalando. Aún era un sueño el computador personal, de manera que los reporteros llegaban a la estación de su sección con párrafos escritos a máquina, apuntes en libretas marcadas con el nombre del periódico y fotocopias en papel químico, cuya vida podría ser de días, según la exposición de los documentos a la luz natural o artificial.
Cano seguía escribiendo a máquina. Era una sólo un poco más moderna que la de su abuelo, Fidel Cano, el Fundador, que se mantenía con algunos de sus libros del siglo XIX y el escritorio “secreter” en el que escribió los editoriales y titulares de los primeros Espectadores. No obstante, el nieto conocía el novedoso sistema de computadores. Varios compañeros y yo mismo, en la adrenalina de un cierre con noticia de primera, fuimos sorprendidos al darnos cuenta de que él se había asomado por encima de las divisiones de la sala de redacción, para leer lo que un reportero estaba escribiendo, cuando él repentinamente dictaba el párrafo más corto o el titular adecuado para el espacio calculado.
Yo me escondí de él en la redacción el día en que llegó a sus manos el reclamo de un funcionario al que yo había mencionado en una historia como si estuviese investigado, sólo con la evidencia de que la queja contra él había sido radicada en la Procuraduría. Los compañeros y jefes me habían hecho entender el error, pero mi vergüenza crecía. Ese día me topé con Cano. “Ignacio, eso no es para sentirse tan mal, acostúmbrese a los reclamos y para que no se le olvide que siempre hay que volver a leer, porque es mejor encontrar los errores antes de la publicación” o algo por el estilo, me dijo.
En diciembre revisó el borrador de los primeros informes de la serie Los piratas de la tierra, denunciando a siete “urbanizadoras piratas” de Bogotá. Uno de ellos me había ofrecido dinero para ignorar su caso y otro me había amenazado de muerte, en las entrevistas de contraste. Al final de su revisión escribió un párrafo narrando las circunstancias de la amenaza, para que fuera incluido en el informe respectivo.
El viernes 16 de diciembre, quien se escondía de él era un reportero al que llamaban Platanito. Él había obtenido una copia del primer informe de investigación judicial sobre el Palacio de Justicia, pero resolvió irse a su casa para leerlo todo durante la noche y redactar por la mañana la primicia, con tan mala suerte que El Tiempo había conseguido, sólo las conclusiones, y las había publicado abriendo su edición. La redacción judicial y la económica fuimos cómplices de Platanito, incluso las operadoras de la central telefónica. Una de ellas llamó para decir que Don Guillermo ya había salido, así que podríamos bajar sin temor a encontrarlo hacia el restaurante, para luego regresar a preparar los textos de la edición dominical. Salimos en grupo teóricamente después de que saliera el director, pero al llegar a la puerta de salida Cano se había devuelto, por un aguinaldo olvidado que debía llevar a casa. Nos lo encontramos de frente en el descanso de la escalera. “Mijito, ¿cómo te fue a pasar eso?”, le dijo a Platanito. Ese era el “regaño” del que él huía. Seguimos a nuestra cena comentando todo el plan que habíamos hecho para evitar semejante “levantada”.
El camino del restaurante a la redacción estaba extraordinariamente vacío y nosotros seguíamos haciendo chistes sobre el reclamo. Al llegar a la sala de redacción, sobre los computadores y las máquinas de escribir, nos dimos cuenta de que había cambiado para siempre. Era impresionante el desconcierto en los rostros de los periodistas más temerarios del país. Mientras cenábamos otro adolescente educado para matar por Pablo Escobar, había descargado un arma automática contra la cabeza y el tórax de Guillermo, como lo habían hecho otros niños con sus amigos en la Corte Suprema, el Ministerio de Justicia o el Comité de Derechos Humanos.
Ya avanzada la noche, cuando los médicos declararon la muerte de Don Guillermo, la tristeza también trajo la adrenalina necesaria para que el periódico pudiera preparar la edición especial que contaría la muerte de su propio director. “Seguimos adelante” se resolvió titular, como lo había hecho Guillermo Cano, después de que el periódico fuera incendiado durante la dictadura.
Con el tiempo apareció su efigie, en óleo, haciendo juego en tamaño con el del fundador, que estaba en la sala ceremonial de la dirección de El Espectador. Antes del primer año, el escultor Rodrigo Arenas Betancur esculpió el rostro de Cano y la alcaldía de Medellín lo instaló en su emblemático Parque Berrío, dos años después, Escobar lo explotó con una bomba, evidencia de que la muerte del director no había doblegado la voluntad del periódico para buscar información del principal enemigo de Colombia, frente a la pasividad de los colegas y el mismo Estado.
Y tres años después también Escobar explotó el periódico, con un carro bomba que destruyó todos los escritorios de la redacción excepto uno (que se le atribuía al reportero García Márquez). Los bustos de los cuatro directores que se habían instalado en la recepción del periódico fueron lanzados fuera de sus atriles por la explosión, pero sin daños mayores a sus figuras. El busto de Guillermo Cano era el más nuevo, había sido instalado en marzo de 1987, para la celebración de los cien años en los que el periódico le dio vida a la democracia, la transparencia, la paz y los derechos humanos de Colombia.
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Ignacio Gómez G., es periodista y autor de varios libros, entre ellos La última misión de Werner Mauss, El complot del Copacabana, Los amos del juego –Las grandes mentiras del fútbol; El retorno de Pablo Escobar. Fue miembro del equipo original de investigación de El Espectador bajo la dirección de Guillermo Cano y ha sido recipiendario de los más altos premios de periodismo. En la actualidad es el director del noticiero de televisión Noticias Uno https://www.noticiasuno.com
