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El juicio de los tres siglos 

Por Manuel Carreras
Especial para
El Diario Alternativo 

Cuando murió el Papa Juan Pablo II llovieron ríos de tinta sobre lo que fuera su pontificado, pero apenas se hizo referencia a uno de los episodios que le ocuparon casi dos décadas de trabajo, la reivindicación espiritual de Galileo, condenado por la Inquisición en 1633 por alegar que la tierra giraba y no era el centro del universo. 

Ciencia y Religión llevaban una magnífica relación, no sólo por ser hijas de la misma madre, Filosofía, sino por el apoyo mutuo que se brindaban, en especial en aquellas ocasiones en que parecían predestinadas a los usuales callejones sin salida que enfrentan las personas dinámicas y vivaces. Hasta que apareció, como también sucede en toda relación, un tercero en discordia, que un día las utilizó, luego las enfrentó, y finalmente las puso en caminos separados.

El tercero en discordia apareció en 1633, y se llamaba Galileo Galilei, Lincean.

Pero luego de 348 años de recelo e incomprensión, el papa Juan Pablo II convocó a un cuerpo de científicos, historiadores y teólogos, y los comisionó para revisar uno de los juicios históricos que marcaron la cultura occidental, y que culminó con la condena de la casa por cárcel perpetua impuesta a quien es, para muchos, el padre de la física moderna, el autor de la aproximación a un sistema científico de investigación, basado más en la observación que en la deducción. Y para otros, que también los hay, un necio incapaz de exponer sus argumentos como hipótesis antes que verdades imperativas.   

Durante esos siglos se habían escrito la Areopagítica de John Milton, las Cartas Provinciales de Pascal, los Nuevos Ensayos sobre el Entendimiento Humano de Leibniz,  la Época de Luís XIV de Voltaire, La Enciclopedia Francesa de Diderot y D’Alambert, la Filosofía Positivista de Comte, los Escritos de John Henry Newman, la encíclica Dios providentísimo de León XIII, la Vida de Galileo de Bertolt Brecht, Sonámbulos de Arthur Koestler y, claro, Lámpara en la Medianoche de Barrie Stavis. 

El papa Wojtyla, polaco y egresado de la Universidad de Cracovia como Nicolás Copérnico -el sacerdote y astrónomo que planteara originalmente que la tierra no era el centro del universo, la afirmación que le costaría más tarde la condena de la Inquisición a Galileo-, había mostrado siempre su inclinación por el restablecimiento de un camino paralelo de ciencia y religión, así en muchos temas resultara asintótico.

Una resolución favorable de la iglesia en este tema, con millones de devotos en todo el mundo, podría significar el resurgimiento de un diálogo entre fe y razón para recordar que, como escribiera Einstein en Ciencia y Religión, “la ciencia sin la religión está coja y la religión, sin la ciencia, ciega”.

Al celebrar el 60 aniversario de la refundación de la Academia Pontifica de Ciencias, en noviembre de 1979, el papa les hizo el encargo que habría de ocupar las próximas dos décadas a una comisión de expertos de la iglesia: ¿hubo equivocación de la Inquisición cuando condenó a Galileo Galilei por “vehemente sospecha de herejía”?.

Una historia que se remontaba a Pisa, el 18 de febrero de 1564, cuando nació el hombre que habría de convertirse en un icono de la cultura occidental, en cuanto libró una batalla, como la describiera Stillman Drake, “contra el monopolio que ejercían la filosofía y la teología sobre la mente humana”.

En una primera bifurcación de su vida, Galileo no pudo ingresar a su vocación original, la de ser monje, así que se dedicó a estudiar medicina y a progresar en la que fuera su afición como artesano, la que le sirvió para reproducir y mejorar los telescopios que se empezaban a producir en Holanda, y que habría de colocarlo con contacto con un mundo antes reservado sólo a poetas y monjes, el firmamento y el cielo.

La verdad y cómo decirla

Mientras se extinguía la vela de Miguel Ángel, en Pisa nacía Galileo, el 18 de febrero de 1546. Copérnico había nacido en 1473 y muerto en 1543. El primero representaba el fin del renacimiento, y el segundo vendría a ser heraldo de una época no zanjada, basado precisamente en la visión del tercero, hijo de la misma iglesia que habría de condenarlo.

Galileo fue autor de varios libros, en los que empezó a exponer, como hecho matemático, con las deducciones que le permitían los conocimientos y observaciones de la época, las afirmaciones en cuya defensa gastaría casi la mitad de su trayectoria vital.

En El mensajero estelar (Venecia, 1616), Galileo dedujo, a partir de la refracción de la luz en los cuerpos celestes, que “…tenemos ya no sólo a un planeta rotando en torno del otro mientras ambos giran en una gran órbita alrededor del sol; nuestros propios ojos nos muestran cuatro estrellas que giran en torno a Júpiter, como lo hace la luna en torno a la tierra, mientras todos juntos hacen una gran revolución junto al sol en el transcurso de doce años.”

Era la explicación que encontraba Galileo en ese momento para explicarse, entre otras, las razones por las cuales un planeta o sus satélites se veían en un momento más grandes o pequeños, o sencillamente desaparecían, para regresar a su posición originalmente observada.

El hecho es que estas observaciones lógicas ponían a Galileo en el camino señalado por Copérnico pero, ahora, casi medio siglo después, con plenitud de deducciones y observaciones que podían repetirse en condiciones similares. Que es hoy la base que se toma para diferenciar comportamientos probabilísticos de hechos singulares. Pero había un elemento adicional en juego, y es que el resultado de tales observaciones ponía a Galileo en confrontación con el texto bíblico, que hablaba de la tierra como centro del universo.

Galileo se convirtió entonces en un batallador de su propia convicción, y para ello pasó de matemático y astrónomo a disputar la posición de la iglesia con sus propias herramientas, la filosofía y la teología, y lo hizo en forma de cartas indirectas, donde esencialmente alegaba, con hermosas piezas de lógica, como creyente que era, que Dios no podía contradecir la realidad, cosa que muy probablemente sí les habría podido ocurrir a los traductores de las escrituras bíblicas.

Y ahí empezó Galileo a padecer.

Primero, según se alegó durante el juicio, el asesor religioso del papa, el cardenal Bellarmine, le habría dicho en una carta en 1616 –el condicional se usa acá porque Galileo adujo no haber recibido esa carta, cuando le fue exhibida durante unas de las audiencias- que “…me parece que su reverencia y señor Galileo obraría prudentemente si se conformara hablando hipotéticamente y no positivamente (de sus teorías), como creo que siempre lo hizo Copérnico (…) esto no es peligroso en sí mismo y es suficiente para los matemáticos”.

Dos hermanos dominicos, el 21 de diciembre de 1614, habían dicho desde sus púlpitos en Florencia, que las enseñanzas de Galileo eran heréticas, e incluso uno de ellos envió una nota a Roma, donde ponía de presentes los inconvenientes de tales enseñanzas. Uno de ellos fue obligado a disculparse, pero la queja empezó a moverse, mientras llovían las críticas a su posición, no sólo desde la iglesia sino del mismo mundo académico.

“Para mí, la forma más segura y rápida de probar que la posición de Copérnico no es contraria a la Escritura sería dar una exhibición de pruebas de que ella es cierta y que lo contrario no puede ser confirmado de ninguna manera, entonces, como dos verdades no se pueden contradecir, esto debe ser armónico con la Biblia.”

 Los argumentos los expuso Galileo, enjundioso, en forma de carta a Cristina de Lorraine (1615), donde protesta por las ácidas críticas que le formulan los académicos, “como si yo hubiese puesto objetos en el firmamento con mis propias manos para incomodar la naturaleza y confundir la ciencia”.

Y expuso directamente su argumento: “Sostengo que el sol está situado, inmóvil, en el centro de revolución de las órbitas celestes mientras que la tierra rota sobre su propio eje y gira en torno al sol”.

La proposición expuesta así de forma plana, adujo Galileo, no podía entenderse como opuesta a las Escrituras, sino a que éstas habían sido mal traducidas, aunque de todas maneras adoptó como propia la explicación que conocía de un teólogo: “La intención del Espíritu Santo consiste en enseñarnos cómo ir al cielo, no cómo funciona el universo”.

Y tras recordar una ley de la lógica, que dos verdades sobre un mismo punto no pueden contradecirse, alegaba que “no está en el poder de ningún ser creado declarar las cosas ciertas o falsas, pues estas propiedades le pertenecen por su propia naturaleza y por los hechos”.

Este pasaje se tomó como un reto al papa Urbano VIII, quien como cardenal Barberini había dado pruebas de amistad a Galileo.

El juicio de la razón

Todavía hoy se alega que Galileo incurrió en obvias fallas al exponer sus hallazgos como hechos –que eran deducciones, pues con los instrumentos de la época no los podía demostrar-, y además puso implícitamente en contradicción la infalibilidad del papa. “Pobres teólogos italianos –escribió A.N. Whitehead- anclados en la época medieval, atacados por los protestantes, escarnecidos por Galileo y despreciados hasta por los obispos”. P. Feyerabend, el más ácido crítico de la doctrina científica en cuanto pretende tomar el espacio de la religión, alega que “ninguno de los diferentes juegos observacionales puede jactarse de una relación unívoca con los hechos que le permita juzgar a los demás.”

Así, concluye Isabelle Stengers, “la demostración de Galileo no es otra que la búsqueda de una ‘coincidencia’ entre las diferentes relaciones de que dispone”, por lo que, más que un matemático, lo ve como un “físico perplejo”. 

A los 66 años Galileo debió viajar a Roma a explicar el fundamento de sus escritos y el desconocimiento de la advertencia que se le había hecho 20 años antes. Ante dos jueces y un secretario, Galileo expuso en dos sesiones su hallazgo, y cuando le interrogaron sobre una prueba de sus afirmaciones, dijo que la principal consistía en las olas del mar (lo que es falso, claro).

Siete de los diez miembros del tribunal de la Inquisición lo condenaron por “vehemente herejía” (ver recuadro –la condena). 

La reivindicación

El Papa Juan Pablo II se había pronunciado en numerosas ocasiones sobre la necesidad de restablecer un diálogo confidente entre ciencia y religión, como en una conferencia ante la Unesco en 1980. Había encargado al cardenal Poupard de presidir la comisión, no con el propósito de reabrir el juicio, sino para desplegar una mirada reflexiva sobre la condena, en un contexto cultural e histórico.

El 31 de octubre de 1992 –estaba de por medio la infalibilidad del papa- Poupard concluyó con la comisión que los teólogos que juzgaron a Galileo fallaron en detectar “el profundo, no literal, significado de las escrituras cuando describen la estructura física del universo creado. Y esto los llevó, sin duda, a trasladar un tema de observación factual al campo de la fe”.

Por su parte, agrega el reporte, y colocándose en el contexto del momento, Galileo “no logró probar irrefutablemente el doble movimiento de la tierra, y debieron esperarse más de 150 años” para que el hombre estuviera en capacidad de hacerlo.

Al aceptar la reivindicación histórica de Galileo, Juan Pablo II dijo que la humanidad tiene dos formas de desarrollo: “La primera comprende la cultura, la investigación científica, lo que cae en el aspecto horizontal del hombre, y para no ser externo, debe implicar conciencia y actuación. El otro modo de desarrollo comprende lo más profundo del ser humano, cuando trascendiendo el mundo y trascendiendo a sí mismo, se torna hacia el Creador. Es esta dirección vertical la que puede dar significado total al ser y su acción, porque lo coloca en contacto con su origen y su fin. El científico que es consciente de estas dos formas de desarrollo contribuye a la restauración de la armonía.”

“La unidad que buscamos” dijo el papa “no es identidad. La iglesia no propone que la ciencia se vuelva religión, o la religión, ciencia. Por el contrario, unidad siempre presupone la diversidad y la integridad de sus elementos.”

Así se logró el restablecimiento del puente y el diálogo entre las dos formas de enfrentar el mundo. Vienen los nuevos retos, el control de la natalidad, la manipulación genética –los alimentos transgénicos no son enjuiciados-, los embriones de células madre. Un camino largo y difícil para ciencia y religión.

Sin embargo, hay más puntos pendientes. En los tiempos de Galileo, escribió el premio Nóbel Linus Pauling, el conflicto fue entre razón y el  dogma de la Iglesia.; ahora, es entre razón y el dogma del Estado. 

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Recuadro.-

Apartes de la condena

“Mientras usted, Galileo, hijo de Vincenzo, florentino, de 70 años, fue denunciado en el año de 1615 ante esta Sagrada Oficina por mantener como cierta la falsa doctrina enseñada por algunos de que el sol es el centro del mundo e inamovible, y que la tierra se mueve, también con un movimiento diurno; por tener discípulos a quienes enseñó tal doctrina; por mantener correspondencia con ciertos matemáticos alemanes sobre lo mismo; y por responder a las objeciones que resultan de las Sagradas Escrituras, al ser confrontada con ellas; por glosar las dichas Escrituras según sus propias deducciones….

Este Santo Tribunal procede contra el desorden y peligro resultante… La proposición de que el sol está en el centro del universo y no se mueve de su sitio es absurda y falsa filosóficamente y formalmente herética, porque es expresamente contraria a las Escrituras.

La proposición de que la tierra no es el centro del universo e inamovible, sino que se mueve, incluso de día, es igualmente absurda y falsa filosóficamente y teológicamente, al menos desde el punto de vista de la fe…

Nosotros decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que usted, Galileo, por razón de estas cosas que han sido detalladas en el juicio y que usted confesó, lo han demostrado según esta Sagrada Oficina vehementemente culpable de herejía. En consecuencia usted ha incurrido en todas las censuras y sanciones que consagran los cánones contra esta clase de delincuentes.

Lo condenamos a prisión formal en esta Sagrada Oficina, por orden nuestra. Como castigo saludable le imponemos recitar siete salmos penitenciales una vez a la semana durante los próximos tres años.

Así lo decimos, pronunciamos, sentenciamos nosotros,

F. cardenal de Ascoli, B. cardenal Gessi, G. cardenal Bentivoglio, F. cardenal Verospi, Fr. D. cardenal de Cremona, M. cardenal Ginetti, Fr. Ant. S cardenal de San Onofrio. Tres jueces no firmaron la sentencia, Francesco Barberini, Caspar Borgia y Laudivio Zacchia.

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