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Por Jaime Córdoba T*
Especial para El Diario Alternativo 

Es posible calificar hoy como un lugar común la afirmación según la cual no es posible concebir la democracia constitucional sin un poder judicial democrático y no es posible un poder judicial democrático sin la capacidad plena de los jueces de realizar los derechos y garantías consagrados en el orden jurídico interno e internacional y ello tampoco sería posible si los jueces no pueden actuar con independencia y autoridad para decidir un asunto por complejo que parezca y aún a riesgo de contrariar los sentimientos de mayorías coyunturales o los desafíos del gobierno de turno o las mayorías políticas del congreso. El ejercicio de la autonomía e independencia judicial y su función constitucional suele equipararse a puro activismo judicial o al llamado “gobierno de los jueces” que en el fondo plantea la tesis de que los jueces intervienen en política, judicializan la política o usurpan las competencias de otros poderes. Quizás muchas decisiones judiciales impactan el mundo de la política, la economía, etc., pero no se inspiran y no pueden inspirarse en intereses partidistas.  En esta discusión no puede olvidarse que el límite y fundamento de esa independencia y de su autoridad radica en la sujeción de los jueces a la constitución y a la ley. Pero también es cierto que la realización plena de la independencia judicial como eje democrático involucra a todos los actores sociales.

En las últimas décadas no han sido pocas las tensiones que se han producido entre jueces y gobierno, y que miden, de una parte, el valor de la independencia judicial y, de otra, el grado de respeto que se debe a ese principio esencial de nuestro modelo de estado.

Algunas decisiones relevantes de los jueces han puesto a prueba el curso democrático de nuestra vida republicana. Desde las decisiones de inexequibilidad de la Corte Suprema en relación con reformas constitucionales, en particular la que dio al traste con la convocatoria a la “pequeña constituyente” del presidente López Michelsen en 1978, o la abierta discusión del presidente Turbay con los magistrados que calificaron su Estatuto de Seguridad dictado al amparo del estado de sitio como un instrumento represivo y lesivo de las libertades de opinión y protesta. El presidente López sintió profundamente el naufragio de su gran proyecto de reforma constitucional, pero acató el fallo.  Turbay se indignó y ordenó al Procurador investigar la conducta de los magistrados de la Corte.

Más recientemente, en vigencia de la constitución de 1991, se destacan, entre otros, los  fallos que  impidieron la declaración de estados de conmoción interior durante los gobiernos de Gaviria, Samper, Pastrana y Uribe y la sentencia que limitó seriamente los alcances de la ley de justicia y paz para los grupos paramilitares en 2007, las condenas proferidas por la Sala Penal de la Corte Suprema por parapolítica que incluyeron a personas cercanas al presidente Uribe y la que impidió en 2010 su segunda reelección, pueden ser emblemáticas de este tipo de tensiones y permiten analizar el grado de independencia de los jueces y el tipo de  respuesta de los jefes de estado. El tema de la parapolítica, por ejemplo, precipitó una crisis de proporciones entre el gobierno y la Corte Suprema, situación que alcanzó su clímax con las denuncias por interceptaciones ilícitas a las comunicaciones y reuniones plenarias de los magistrados y la detención y condena de la directora del DAS.  

El período del presidente Duque estuvo especialmente caracterizado por un clima de confrontación con el poder judicial.  La Corte Constitucional no solo negó las objeciones presidenciales a la ley estatutaria de la JEP y sentó sólidas bases de estabilidad jurídica del acuerdo final de paz con las FARC, y en cuya crítica se fundó especialmente su campaña presidencial y el ejercicio del gobierno, refractario a su implementación plena. El presidente encabezó una línea de crítica fuerte a estas decisiones.   Duque también entabló una discusión pública en contra del fallo de la Corte sobre legalización del aborto, acusó al tribunal de suplantar al Congreso e instó en la práctica a su desconocimiento. Duque también enfrentó a la Corte por otros fallos que le fueron adversos en temas claves de su gobierno como la ley de financiamiento de 2019, la cadena perpetua para violadores de niños (tema de su campaña) y la ley de garantías electorales. Pero además la Corte declaró un estado de cosas inconstitucional en materia de garantías para los desmovilizados de las Farc y por la grave vulneración de los derechos en los centros de reclusión temporal, lo cual supuso un fuerte cuestionamiento a su política criminal y penitenciaria y, adicionalmente declaró contrario a la constitución su política de erradicación de cultivos ilícitos mediante aspersión con glifosato.

Durante este período también tuvieron gran resonancia y trascendencia para la valoración de la independencia judicial las decisiones de la Corte Suprema en relación con el proceso contra el expresidente Uribe por la supuesta manipulación de testigos. La Sala Especial alcanzó a dictar en su contra medida de aseguramiento domiciliaria, un hecho sin precedentes.  Uribe renunció a su curul como senador y su caso pasó a la Fiscalía.  Poco tiempo después un Fiscal delegado solicitó la preclusión del caso bajo el argumento de que el expresidente no había cometido delito alguno, pero una juez penal   negó el archivo del expediente y este retornó a la Fiscalía. Este episodio reactivó el debate sobre la independencia de la Fiscalía en relación con el gobierno.   

El presidente Duque no valoró en la dimensión democrática de la separación de los poderes y la independencia judicial, pues asumió una actitud desafiante apoyado en el poder presidencial, el partido de gobierno, sectores privados y algunos medios de comunicación.

El Gobierno del presidente Gustavo Petro aún empieza y ha trazado preliminarmente una agenda en materia de justicia que debe ser analizada en su momento.  Pero en el discurso del triunfo electoral conminó a la Fiscalía a dejar en libertad a los integrantes de la primera línea detenidos durante la protesta social, actitud que algunos calificaron como violatoria de la independencia judicial, lo que determinó una respuesta igualmente desafiante del fiscal general. Asumido el gobierno y de manera más serena se ha propuesto desde el congreso, una reforma legal para dar un tratamiento diverso a los detenidos. Petro como presidente electo se reunió con los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz y cinco días después de tomar posesión lo hizo con los presidentes de las altas cortes de justicia, acto en el cual expresó su “…decisión de máxima independencia del poder judicial, las posibilidades de fortalecimiento financiero y el respeto cabal al Estado Social de Derecho”.

Su agenda en materia judicial por ahora tiene un tono alternativo en varios frentes, como el diseño de una justicia cercana a los ciudadanos, el énfasis en una política criminal alternativa y restaurativa para determinados delitos, la negativa a la aspersión con glifosato de cultivos ilícitos, el proceso de paz con el ELN, el sometimiento o acogimiento de grupos criminales al margen de la ley y la extradición condicionada. 

En definitiva, el balance del poder y los pesos y contrapesos constitucionales, pasan necesariamente por el examen del talante democrático de los gobiernos que, en buena parte se expresa en el respeto a la independencia del poder judicial y, especialmente, en la forma cómo reaccionan frente a las decisiones judiciales que pueden serle adversas. Pero el talante democrático también atañe a los jueces, pues ellos mismos deben ser celosos guardianes de su propia independencia y autonomía.  

 

*Jaime Córdoba Triviño es un reputado jurisconsulto, especializado en Derecho Público. Ha sido Defensor del Pueblo, Vicefiscal General y presidente de la Corte Constitucional. Preside el Consejo Editorial de El Diario Alternativo.

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