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LOS DÍAS DE MARZO

Por  José Vales*
Especial para El diario Alternativo

La peculiar relación del mes de marzo con la historia Argentina en esta muy bien documentada crónica de opinión de nuestro corresponsal en Buenos Aires.

Suele ocurrir en marzo. Es el mes en el que la historia argentina va provocando rupturas, grietas y todo tipo de disrupciones. Todas están ahí, como marcas indelebles de lo que fuimos haciendo en tanto sociedad, con un ahínco que sorprende. Y mucho más cuando se lo observa con perspectiva histórica.

Domingo 11 de marzo de 1973. Un electorado que había perdido la costumbre de votar, pero no a resistir proscripciones, ponía la piedra basal en eso de ungir presidentes-delegados:

“Cámpora al gobierno, Perón al poder”. El triunfo del Frejuli, con Héctor José Cámpora como candidato, se celebró en las calles de todo el país. Llegaba el final de una dictadura que, con el tiempo, se convertiría en una “muestra gratis” de la que llegaría años más tarde. Se celebraba y de paso comenzaba a engendrarse la criatura que no cesa hasta hoy de devorar sueños, proyectos, consignas, creencias y hasta las ideas.

Por aquellos días de “la primavera camporista”,  Argentina tenía una desocupación del 2,7 de su Población Económicamente Activa (PEA) y el 8 por ciento de los argentinos vivía por debajo de la línea de pobreza. Se necesitaba por entonces trabajar, y mucho, sobre las desigualdades, mejorar la infraestructura y potenciar la incipiente industria, como para terminar de convertirnos en eso que tanto gritábamos y nunca alcanzábamos: “Un país con futuro”.

Pero de inmediato se fue construyendo el derrotero que nos trajo hasta aquí. Una feroz lucha intestina en el peronismo. Un líder, Juan Perón, que no quería volver, que se lo pensaba más de la cuenta, de acuerdo al testimonio de sus colaboradores, pero que terminó presionado de un lado y del otro del espinel ideológico que supo azuzar desde el exilio, para pegar la vuelta y hacerse con la presidencia. Escaso de salud como andaba y con una extensa agenda de problemas para atender con urgencia. Y hasta su muerte en 1974 los intentó resolver fiel a su idiosincrasia.  Perón era militar. 

Volvía al país sin confiar en nada ni en nadie. Y si la única verdad es la realidad, la realidad indica justamente eso: que fue su desconfianza la que lo llevó a colocar en la fórmula presidencial a su tercera esposa, María Estela Martínez, una exbailarina de danzas folclóricas que terminaría heredando la presidencia. 

Lo más grave de aquel episodio, crucial de lo que iba a venir, fue que la sociedad en su mayoría (máxima exponente del “yo no fui”) se había tomado en serio eso del “Perón-Perón”. De aquello también les asiste la culpa, principalmente, a los actores políticos de entonces que no hicieron nada por evitarlo o colaboraron en consagrarlo. Desde la oposición, con Ricardo Balbín a la cabeza rechazando la fórmula del “Gran Acuerdo Nacional”.  Una decisión que hubiera ahorrado dramas y vidas al país si por un momento hubiesen pensado en él. O los propios “soldados de Perón” que apoyaron a “la compañera Isabel” como para hacer justicia con la memoria de Evita, en tiempos en que el feminismo no cotizaba como ahora. Padres fundadores de la política como bien ganancial, que nos daría más de un nombre y varias estatuas en el Salón de los Bustos de la Casa Rosada. Sólo los más lúcidos, dentro y fuera del PJ, habían entendido ya por entonces que en esas circunstancias nada podía salir bien.

Marzo de 1976

La señora se quedó a solas con la galopante inflación, la ofensiva de las organizaciones amadas y el preámbulo de la represión de Estado, corporizada en la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), que el entonces ministro de Acción Social, José López Rega, creó y el general, militar al fin, avaló en un todo. 

La muerte ya se había convertido en moneda corriente de la misma manera que el descalabro económico, mucho antes de aquel marzo donde ya no se festejaba. Se temía con fruición. 

Aquel golpe fue, tal vez, el más cantado de los seis que salpicaron la historia argentina a lo largo del siglo XX. Contaba con apoyo empresarial, político (las conversaciones de Balbín y no pocos peronistas con los militares así lo indican), con el gobierno de Estados Unidos, bajo la égida de Henry Kissinger —a quien hasta hoy, con 97 años, nadie le ha pedido explicaciones por tanta represión y muerte en Sudamérica—, por aquellos años del Plan Cóndor. Y siempre es saludable recordarlo: con el apoyo de buena parte de la población y su eterno “yonofuismo”. Así como se había tomado en serio lo de Isabel, buena parte de la sociedad creía seriamente que la solución se encontraba en los cuarteles.

Marzo de 1982

Con seis años, millones de pobres y desempleados, varias decenas de miles de dólares de deuda externa y 30.000 desaparecidos después, nos encontraría aquel marzo de 1982. La Argentina que le arrebataron a “la compañera Isabel” había acumulado una deuda externa de 7.256 millones de dólares. La que se pasaron de mano en mano los generales Jorge Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri y sus respectivos secuaces de las otras armas, ya la tenían en más de 36.000 millones y la entregarían en 1983 con 45.100 millones de la moneda estadounidense. 

Aun así, la lucha contra la dictadura se limitaba a acciones muy esporádicas. Aprestos individuales o de pequeños grupos sin organización efectiva. Las hinchadas de fútbol cantando en los estadios contra los militares y poco más. 

Estaba más que claro: no éramos chilenos capaces de convertir el enfrentamiento contra los carabineros del pinochetismo en nuestro deporte nacional. Aquí la dictadura había cumplido su plan a carta cabal. Había cortado el tejido social en todas sus formas. Fue la CGT-Brasil, liderada por Saúl Ubaldini, la que ya se le venía animando al gobierno de facto, con una huelga en abril del 79 y otra jornada de protesta en 1981.  La situación social se había agravado a tal punto que días antes había convocado a una manifestación a Plaza de Mayo para el viernes 30 de marzo. Eso mientras la prensa informaba de un conflicto entre obreros argentinos y los tripulantes del buque británico Endurance en las Islas Georgias. Los medios hablaban de tensión diplomática y los soldados de la base Naval Mar del Plata no lo creían. Si los tripulantes de ese navío habían anclado allí la última semana de febrero y hasta jugaban al fútbol con ellos en absoluta camaradería. 

“Habíamos movilizado a todos los sindicatos pero te juro que me sorprendió la cantidad de gente que fue a la Plaza ese día, muchos por fuera de las estructuras sindicales. Ahí entendí, personalmente,  cuál era el camino que teníamos que seguir para terminar con aquello. Un grupo de dirigentes terminamos presos”, confiaría visiblemente emocionado a este periodista años después el propio Ubaldini, mate cocido en un vasito de plástico de la Chevallier (buses de larga distancia) en mano, una tarde en el tercer piso de la sede de la central obrera en Azopardo e Independencia.

El “Se va acabar, se va acabar, la dictadura militar…” que hacía tronar el sorprendente coro de una multitud en la Plaza de Mayo y alrededores ese día no demoró en ser tapado por los gases lacrimógenos, las balas de goma, los bastonazos y las detenciones. Las imágenes fotográficas siguen hablando aún a la distancia. 

Ese pico, ese cénit antidictadura que había invadido a la sociedad duró tan sólo un fin de semana. La Armada, de Emilio Massera, para entonces en manos del almirante Jorge Isaac Anaya, históricamente anglófona ella, tenía un plan. Tomar las Malvinas cuando ya no hubiese medidas para adoptar. Vislumbrando, como estaban, que el crédito para el desastre se agotaba al ritmo que se “evaporaba” el whisky en manos de Galtieri, por aquellos días el presidente de facto. 

Dos días después de la protesta y los enfrentamientos, los argentinos arrancaban la semana ovacionando a Galtieri y al gobierno militar por la reciente toma de las Islas Malvinas. Una vez más se lo estaban tomando en serio. Y hasta aplaudían y celebraban el hecho de jugar a la guerra con soldaditos de verdad. No les había alcanzado con los desaparecidos, ahora avalaban conscientes o inconscientes nuevas formas de exterminio. Enviar a adolescentes de entre 18 y 20 años mal pertrechados y con armas obsoletas a enfrentar a una de las fuerzas armadas más profesionales del planeta lo era. Y celebrar las mentiras o las medias verdades, en el mejor de los casos, en cada comunicado de guerra casi de la misma forma que los goles de la Unión Soviética (el aliado que no fue), la actual Rusia (¿les suena?) a Brasil en el Mundial de España, no podía terminar de otra manera. Terminó mal.

No obstante fue aquel 30 de marzo cuando comenzó a parirse la recuperación de la democracia. Tras el desastre de Malvinas, la dictadura cambió de protagonistas para interpretar la última temporada de aquella serie macabra que terminaría en diciembre de 1983 y, de paso, transferir la deuda de los grandes grupos económicos privados al Estado. Primer aporte de Domingo Cavallo, por entonces presidente del Banco Central a la destrucción del país. En el ínterin, hubo tiempo de sobra para recitar de memoria el preámbulo de una Constitución que varias generaciones desconocían, y de pensar qué íbamos a hacer con ella.

Marzos pandémicos

Fue en otro marzo mucho más cerca en el tiempo. El del 2020, con una pobreza galopando hacia el 40.9 por ciento, y una deuda externa por encima de los 300.000 millones de dólares, cuando Alberto Fernández, otro presidente-delegado —para algunos de sus allegados, cada vez más delegado y menos presidente—, convenció a un país de que iba a cuidarlo, anunciando el jueves 19 una cuarentena que iba a durar hasta el 31 de ese mes y se extendió casi lo que un parto.  En el medio, vacunas glorificadas que desaparecían casi de la misma forma que desviaron los chocolates que los más solidarios enviaban a los soldados en Malvinas en el otoño del 82. “Costumbres argentinas” (Andrés Calamaro Dixit).

Y fue recién en el debut de este marzo cuando ante el Congreso y el país todo, el presidente anunció que iba a denunciar penalmente a su antecesor, Mauricio Macri, por el endeudamiento “criminal” que le legó.

Finalmente, el pasado 11, el gobierno formalizó la denuncia por “defraudación por administración infiel agravada y malversación de caudales públicos”. Y a este marzo todavía le queda un resto. Tal vez, antes de que expire, convendría revisar las fechas y la historia. Solo para decidir si todavía habría que tomárselo en serio o se espera a otros marzos para seguir evaluando y acumulando daños y nuevas grietas en una estructura nacional que pide reparaciones a los gritos.

*José Vales es escritor y periodista, corresponsal en Argentina de El Diario Alternativo

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